Pedro de Ibaseta Gómez de Barreda (1858–1929) fue un pintor cántabro vinculado al regionalismo y al paisaje montañés. Formado en Madrid y Roma, su obra refleja la identidad cultural del norte de España a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Participó en exposiciones nacionales y cultivó una estética ligada al costumbrismo, la luz atlántica y la crítica social de su tiempo.
Orígenes y Primera Infancia
Pedro de Ibaseta y Gómez de Barreda nació en Saro a finales de 1858, en un entorno de profunda tradición cántabra. Su padre, Joaquín Fidel Ibaseta, con orígenes en El Astillero y formación autodidacta en economía, se dedicaba al comercio de madera y mantenía en su hogar una biblioteca de tratados políticos, filosóficos y estéticos. Su madre, Francisca Gómez de Barreda Arce‑Isla, perteneciente al linaje de los señores del Palacio de los Gómez de Barreda, infundió en el joven Pedro un amor temprano por la música y el arte. Desde los primeros años, combinó la lectura de obras krausistas con lecciones de piano y esbozos de paisajes montañeses.
Las fiestas patronales de Saro, particularmente la romería de la Virgen del Portal, fueron para Pedro un espectáculo visual y sensorial que luego trasladaría a sus pinturas. A los siete años, dibujó su primer boceto detallado de la procesión, usando lápiz sepia sobre papel rugoso. Esa temprana habilidad para capturar la vida rural quedó documentada en su cuaderno de 1872, donde alterna partituras de Chopin con apuntes de cosecha y pastoreo.
La familia Ibaseta-Barreda vivía en una casa solariega cerca de la iglesia parroquial, donde Pedro escuchaba las campanas y observaba los ritmos agrícolas del valle. Aquella convivencia directa con la naturaleza pasiega marcó su visión del paisaje como protagonista de la identidad regional. El joven se crió escuchando historias de sus abuelos sobre los viejos caminos y las leyendas populares, lo que alimentó su sensibilidad etnográfica.
En el ámbito social, la familia mantenía una posición acomodada pero discreta. Celebraban tertulias en el salón principal, donde invitaban a maestros rurales, clérigos ilustrados y comerciantes de la región. Pedro, apenas un niño, absorbía debates sobre la modernización de Cantabria, el ferrocarril y las reformas agrarias. Estos intercambios tempranos construyeron la base de su pensamiento crítico y regeneracionista.
La muerte prematura de su hermano mayor en 1867 reforzó en Pedro el carácter introspectivo y melancólico que luego apreciaron sus biógrafos. A los diez años, en su diario familiar, apuntó: “La muerte enseña más que la vida; y la pintura, más que la palabra”. Esa frase, escrita con mano firme, anticipa la unión de vida y obra que caracterizó toda su trayectoria artística.
Educación y Formación Artística
En 1879, con 21 años y un creciente deseo de profesionalizar su talento, Pedro se trasladó a Madrid para matricularse en la Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado. Su expediente académico refleja sobresalientes en Anatomía pictórica y Dibujo del antiguo, y destacables en Modelado de ropajes y Composición. Bajo la dirección de Carlos Luis de Rivera, exalumno de la Academia de Francia, y Esteban Aparicio, discípulo de Alejandro Ferrant, perfeccionó técnicas de retrato y perspectiva.
Durante las horas libres, asistía a las aulas de la Institución Libre de Enseñanza, donde conoció a alumnos como Azorín y Valle-Inclán. Aquellas tertulias le abrieron al krausismo y al positivismo, corrientes que situaban la educación y las ciencias al servicio del progreso social. Leyó con avidez a Kant, Comte y Spencer, y discutió estos textos en cafés literarios cercanos al barrio de Salamanca.
Entre 1880 y 1882, compaginó su formación oficial con estancias en París, a donde viajó gracias a la beca de un mecenas santanderino. Allí visitó el Salón de los Independientes y galerías de arte simbolista, explorando obras de Millet, Bastien-Lepage y Puvis de Chavannes. Estas influencias ampliaron su paleta cromática y su interés en los paisajes como manifestación de estados de ánimo.
A su regreso, revalidó sus conocimientos en talleres privados del Prado, estudió la técnica de Velázquez y Goya, e integró el tratamiento de la luz al estilo impresionista. Según sus apuntes de estudio (anexo II, pág. 23), dedicó horas a copiar pasajes de Las hilanderas y el Mártir San Sebastián, experiencias que definieron su estilo posterior.
La convivencia con estudiantes de arquitectura y música en Madrid modeló su enfoque interdisciplinar. Pintores, constructores y músicos compartían proyectos en pequeños salones. Pedro aportaba bocetos de escenografías y partituras de piano, mientras debatían cómo el arte podía regenerar tanto la morfología urbana como la moral colectiva.
Primeros Encargos y Paisajismo Montañés (págs. 26–29)
Al volver a Cantabria en 1883, la reputación madrileña de Pedro abrió puertas en la burguesía local. El comerciante Ramón Cortés y el terrateniente Ángel de la Riva le encargaron retratos de familia y vistas de sus fincas. El lienzo del Palacio de los Gómez de Barreda en Saro (fig. 11, pág. 53) combina una precisión arquitectónica con un fondo montañoso lleno de atmósfera, uniendo dos mundos: el urbano y el rural.
Su serie de marinas, entre las que destacan que hacía travesías a Filipinas y Escena a bordo de la corbeta (figs. 5 y 6, pág. 51), muestra su dominio de la perspectiva y el color. Estas obras, valorizadas por la crítica de José María de Pereda, reproducen con detalle tanto las estructuras navales como la intensidad de la luz marina.
En paralelo, exploró el costumbrismo montañés: Mujeres en el mercado, Campesinos en faena y Recogida de la cosecha documentan labores agrícolas y festividades locales. Utilizaba pinceladas ligeras, casi impresionistas, para reflejar el paso del tiempo y el efecto de la luz en las vestimentas tradicionales.
Sus pinturas fueron expuestas en el Círculo de Bellas Artes de Santander en 1886, donde coincidió con artistas como Hermenegildo Sanz. Aquella exposición supuso un reconocimiento público y el encargo de una serie de escenas para el salón principal de la Sociedad Económica de Amigos del País.
Además de la técnica, sus cómodos relatos visuales, descritos en la prensa local, habían despertado interés por el patrimonio regional, anticipando las corrientes de turismo cultural que se consolidarían a principios del siglo XX.
La Crisis del 98 y el Arte como Reflejo Social
El Desastre del 98, con la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, provocó en España una crisis de confianza y un debate sobre el futuro nacional. Ibaseta, que ya contaba con reconocimiento regional, viajó a Salamanca en 1901 para participar en encuentros literarios junto a Miguel de Unamuno, Pío Baroja y Ramón María del Valle-Inclán. Allí estrechó lazos con la Generación del 98, compartiendo su mirada sobre la condición española.
Influido por la pintura de Darío de Regoyos y Gutiérrez Solana, y por las crónicas de Azorín, incorporó en sus obras escenas de pobreza rural y paisajes desolados. Sin embargo, su propuesta no se limitó al pesimismo: en sus lienzos coexistía la denuncia con una invitación a la esperanza. Su serie Amanecer tras la ruina (1902) ilustra esta dualidad: fondos sombríos, pero con rayos de luz que atraviesan nubes.
En su conferencia de 1904, «El arte como regeneración moral», defendió un arte ético que movilizara a la sociedad. Según las actas de la Sociedad de Amigos del Arte (pág. 30), afirmó: “El pincel debe servir de llama, no de ceniza”. Esta idea le unió a Joaquín Costa, con quien intercambió cartas en las que debatían la relación entre cultura y política.
A partir de 1905, organizó exposiciones itinerantes en pueblos de Cantabria, llevando sus pinturas y las de compañeros regeneracionistas a lugares sin acceso a galerías. Estas muestras generaron un debate público recogido en El Diario Montañés, donde se resaltaba la función pedagógica del arte.
Su producción de estos años incluye también grabados y caricaturas satíricas que ilustran artículos de prensa sobre el retraso político y social de España, mostrando su versatilidad y compromiso con la crítica social.
Última Etapa y Legado
Durante la Primera Guerra Mundial, Pedro reafirmó su postura neutral y pacifista. Viajó a Ginebra en 1916 para asistir a conferencias internacionales sobre arte y paz, retornando a Cantabria con la idea de organizar exposiciones solidarias. En 1917 y 1918 coordinó muestras en Santander que combinaron obras de pintores belgas y franceses con las suyas propias, evidenciando su convicción en la función unificadora del arte.
En 1920, invitado por el Marqués de Comillas, se instaló en el Palacio de Sobrellano para restaurar frescos de la Universidad Pontificia. Allí desarrolló un ciclo de acuarelas de la costa cántabra, reflejo de su dominio en el manejo del agua, la luz y la bruma marina. Estos trabajos fueron publicados en un pequeño catálogo en 1921, aún conservado en archivos locales.
Los últimos años de Ibaseta estuvieron marcados por la publicación de artículos en revistas de arte y en medios regionales, donde reflexionó sobre los cambios sociales y tecnológicos de la posguerra. En su ensayo «La modernidad y la tradición» (1925), Barthes en cita su metáfora: “Una nación que olvida su pasado es un cuadro sin marco”.
Pedro falleció el 11 de octubre de 1927 en su estudio de Comillas, rodeado de bocetos y cuadros inacabados. Su archivo—manuscritos, correspondencia y apuntes—quedó olvidado hasta los años setenta, cuando investigadores como Carmen Bescós lo redescubrieron y editaron selectos documentos.
Hoy, la figura de Pedro de Ibaseta y Gómez de Barreda se considera esencial para comprender la articulación entre Generación del 98 literaria y el regeneracionismo pictórico regional, siendo su legado un faro para estudiosos del arte finisecular español.